Traducció al castellà del contes d'Espiral, de Manuel Baixauli

Nadie

Bajas a la playa porqué está desierta, pero cuando entras en el agua miras hacia el paseo marítimo y ves un hombre con silla de ruedas, que se acerca y  accede, por una rampa, a la arena. Es el primero. Un ciego guiado por un perro y un individuo con muletas comparecen seguidamente, protagonizando una viva discusión que  hace que los mires. Nadas, pero cada vez que miras ves más minusválidos, hasta el punto que una multitud chillona entierra el silencio que buscabas. Algunos entran en el agua y, a su manera, hacen ejercicio. Pronto es difícil encontrar un hueco en la arena. Examinas escrupulosamente la turba: "Soy el único sano", te dices. No te atreves ni a sumergirte ni a bracear a placer, entre gente que se esfuerza para flotar. Sales del agua, te sientas en la orilla, sobre la arena dura. "Pobres -te dices-, no hay ninguno al que de gusto mirar", y piensas que quizá te odien porqué tienes un cuerpo íntegro, bien proporcionado. "Seguro que alguno me admira", te dices, arrogante. Pero entre los que te rodean no percibes ni odio ni admiración, sino indiferencia. Te incorporas, circulas entre ellos, con cuidado para no pisar a nadie, esperando apreciar alguna reacción, aunque sea fugaz... Nada, ni una mirada, ni el más mínimo gesto. Para ellos, no eres nadie.


Ecllipse

Ante la apatía, la gordura y la torpeza del marido,  ella recurría a los sueños para saciarse. Con un vecino de veinte años, con un vagabundo, con una estrella del cine...No había límites. Cada noche despegaba y cada mañana aterrizaba en la rutina.
En uno de los sueños, decidió no regresar. El marido, al despertar, la buscó inútilmente por la casa.
Días después, cuando le interrogaron, aseguró haber oído, durante las largas vigilias, suspiros y gemidos en la habitación.



Tienda

Siempre he tenido facilidad para la redacción, pero nunca había pensado en dedicarme a la literatura. Allá por los años 60, me costeaba los estudios universitarios con trabajos mal pagados en horas no lectivas. Hubo un curso especialmente duro, en el que apenas acudía a clase. En tal coyuntura cabe situar un domingo lluvioso, Día de Difuntos, en el pueblo. Teníamos comida familiar, faltaban dos horas y el mal tiempo me impedía pasear por los alrededores. Me puse a vagar por la casa, desasosegado. Subí al ático, me distraje inspeccionando cachivaches  polvorientos. De todo lo que escruté, solo viene al caso  el arcón de padre. Padre murió poco después de casarse,  cuando yo aún no había cumplido un año. Era un eficiente tendero del ramo de la papelería. Cuando nos dejó,  madre cerró el negocio
Dentro del arcón había inventarios,  facturas, libros de cuentas y el resto de papeles habituales en una tienda, polvorientos y amarillentos. El tufo de esos papeles es para mi el olor del padre desconocido. De vez en cuando reencuentro este olor y a padre cuando visito algún archivo, almacén o biblioteca con fondos antiguos. Pero regreso al arcón: en medio de los libros de cálculo había uno que, en voz de números, contenía textos, escritos a mano, con muchas correcciones, con añadidos en los  márgenes. Leí un fragmento al azar... ¡Era ficción! ¡Y por la extensión, tenía todo el aspecto de ser una novela! Me acomodé bajo la única  y deficiente bombilla que iluminaba el ático, y empecé a leer desde el principio.
Aún no había acabado el primer capítulo cuando me llamó madre. Era la hora de comer. Oculté el libro en un estante de mi habitación, para continuar leyendo.
Pregunté a madre si padre tenia afición por la escritura. "No -me dijo-, pero leia mucho".
Pocos libros me han impresionado tanto. Bajo el título  Tienda, se desarrollaba una trama intrascendente en apariencia, en la que la sencillez de anécdotas y momentos cotidianos dejaba translucir, con refinada sutileza, un trasfondo siniestro, angustioso, terrorífico. El reducido espacio de la tienda -el mismo que ahora usábamos como vivienda, y que conservaba parte de su antiguo aspecto- se convertía en metáfora lúcida de las dudas, miserias y encantos de la vida.
La ortografía necesitaba revisión. Decidí corregir el manuscrito,  pasarlo a limpio y encuadernarlo para dar una sorpresa a la familia. Éste era el propósito, pero una casualidad hizo que lo cambiara.
Mientras robaba horas al sueño para concluir el texto me enteré, a través de la prensa, que en Barcelona se convocaba un premio literario con una generosa dotación. 
Tienda se adaptaba  a lo que exigían las bases.
Gané el premio, y la obra fue publicada. La familia se alegró muchísimo;  madre elogiaba reiteradamente la maestría con que había recreado el ambiente de un comercio. “Es el mejor homenaje que podías haber hecho  a padre -me dijo, con los ojos húmedos-.  “¡Si él pudiera verlo..!.”
Tienda fue un éxito de ventas. Me llovieron propuestas de editores, de colaboraciones en la prensa...Me convertí en  escritor profesional.
 Pero yo no me creía con talento, y temía padecer un brusco descenso después de un éxito tan fulgurante. Me agarré  a Tienda como a un flotador. Redacté Como escribí “Tienda”, donde  inventé  el proceso de documentación y elaboración de la obra. Fue considerado un análisis lúcido sobre el hecho creativo, se convirtió en lectura obligada en las facultades de letras, entre sus lectores había no pocos colegas de la escritura. La lista de títulos que siguieron es larga: Capítulos y epílogo de "Tienda" excluidos en la primera edición, Clientes, El paso del tiempo desde un mostrador, La sombra del tendero, Compras cotidianas...
Dependía tanto de Tienda que temí que el engaño fuera descubierto. Quemé el manuscrito de padre.
Pasaron los años. Mi obra, que inicialmente con Tienda, era de carácter popular, accesible a un amplio público, ganó prestigio. He recibido incontables premios, distinciones y reconocimientos. Ahora, cercanos ya los setenta años, son escasas las fuerzas y las ganas de seguir escribiendo. Yo no escribí "Tienda", mi último libro, es una confesión, una explicación detallada, exhaustiva y sincera de lo que he resumido aquí. Tenía una deuda con padre, y este texto, el más elaborado, es mi tributo.
Pero, Yo no escribí "Tienda", se ha convertido, para críticos y lectores, en la pieza clave de mi trayectoria; la obra, dicen, que me da el pasaje a la posteridad como un autor de ficción. De todos mis libros, es el más vendido y traducido. Tienda, en cambio, considerada una obra de aprendizaje, hace tiempo que no se reedita.



Trato

Después de una dilatada discusión, llegamos a un acuerdo. Nos levantamos de las butacas, me ofrece su mano, la estrecho. Mientras sonríe, su brazo crece y se prolonga vertiginosamente, sin pausa, hasta que su figura se aleja tanto que la pierdo de vista.
Suelto la mano con asco. Al caer al suelo, el brazo se convierte en una larguísima serpiente de cascabel que se desliza dibujando, con el tronco, arabescos indescifrables.




Inseparables

Antes del accidente, los cinco que íbamos en el coche éramos inseparables. Nos dirigíamos a la playa, conducía yo, estaba sobrio, completamente despierto y la velocidad no era excesiva. Tuvimos reventón, el coche se desvío hacia la acequia y nos precipitamos dentro. Un grito plural inició el infierno. Todos estábamos conscientes, cada uno propuso una solución sin escuchar a los demás, el agua subía, uno de ellos, aterrido, intento salir antes del momento oportuno.  No pudo, y esto perturbó a los que habíamos sido pacientes. Todos intentamos salir a la vez, y fue entonces cuando empezó la lucha. Si hubiéramos salido ordenadamente, de uno en uno, habríamos tenido tiempo de sobras. Pero actuamos llenos de ira para salvarnos, cada uno de nosotros, el primero. Nunca he tomado  parte en pugna tan desesperada. Inútil sacar a relucir detalles. El caso es que emergimos,  más o  menos asfixiados, pero vivos.
En la ambulancia que nos llevó al hospital, rehuimos mirarnos.

Poco a poco, con tacto y diplomacia, hemos conseguido no saludarnos si nos encontramos por la calle.



NOVELA

Una tarde de otoño, a mis veintitrés años, me perdí por las frondosas montañas de Tinença de Benifassà. Empezaba a oscurecer, escaseaban mis fuerzas, en una bifurcación seguí la dirección que indicaba una señal de madera, convencido de que regresaba hacia el pueblo donde tenia pensado pasar la noche. Después comprendí que alguien había girado la señal, y que había tomado el camino contrario. Pero al principio no lo sabía, y, a pesar de la fatiga, caminé deprisa para llegar a casa antes del anochecer. A diferencia de lo que me había ocurrido hasta la bifurcación, no me encontré con nadie, ni de frente ni por detrás.  Todo me era desconocido, y lo que había empezado como un camino bien definido se diversificó en sendas difusas. De noche, la luna menguante apenas me permitía ver donde pisaba. Caí dos veces, me faltaban las fuerzas. Aterrado, me hice a la idea de que esa noche la pasaría al raso. Los infinitos ruidos del bosque, que  había oído con placer durante las horas de luz, me parecían amenazas; para protegerme del frío solo llevaba una chaqueta de algodón. Dirigí mis esperanzas no ya a regresar al pueblo, que me parecía imposible, sino a encontrar refugio, una casa de campo abandonada, un establo de cabras donde guarecerme. Con esta ilusión troté sin saber hacia donde. Y tuve suerte. Mucha. Porqué un contorno negro, recortado sobre el azul oscuro del cielo, me anunció una cabaña de madera. Busqué, a tientas, la puerta: estaba cerrada. Y también lo estaban las dos ventanas. Pero se veía luz, por las rendijas. Golpeé la puerta. Alguien arrastró brevemente una silla, oí pasos. La puerta se abrió y un chaval de trece o catorce años me observó desde el umbral. “Me he perdido”, dije.
El interior de la cabaña era sencillo, sin adornos. Había un baño, una cocina y un dormitorio; los tres daban a la habitación principal, un amplio salón con dos únicos muebles: una mesa grande, con cajones, y una silla, situadas en el centro, de manera que se podía circular alrededor. Del techo colgaba una bombilla que iluminaba la mesa y los objetos que la ocupaban: un mapamundi, un vaso de porcelana lleno de lápices, dos pilas de folios, unos en blanco y los otros escritos, y en medio de las dos pilas, un folio a medio escribir.
El chaval hablaba poco. Me hizo sentar, hizo espacio en la mesa y sacó agua y víveres. Imposible negarme a su hospitalidad. Comí y bebí con ansia. Lo necesitaba.
- He interrumpido tu trabajo -dije, cuando acabé de comer.
- No importa –dijo- me gusta hacer pausas. Tu visita me ha servido de excusa.
- ¿Qué escribes?
- Novela.
- ¡Eres jovencísimo, para escribir novelas! ¿Cómo la has titulado?
- Título… No me lo había planteado. Se lo pondré cuando acabe. Ignoro como acabará.
Quitamos la mesa. Me dijo que me acostara en su cama y descansara, que a la mañana siguiente me indicaría el camino del pueblo.
- ¿Y tú?
- Yo trabajaré. Ya he descansado demasiado.
Me acosté. Me dolía todo. Me dormí oyendo el sonido del lápiz sobre el papel.
Por la mañana, cuando me desperté, él continuaba escribiendo. Cuando me vio, se levantó. No me permitió que le ayudara a preparar el desayuno. Mientras él se ajetreaba en la cocina, escudriñé los papeles. En ellos se narraban hechos históricos del futuro, cronológicamente ordenados. Un libro de historia futura, en tono novelesco, con minuciosas descripciones. Que si desaparecía el muro de Berlín y acababa la guerra fría, que si había una guerra entre el Reino Unido y Argentina, y otra en el mismo corazón de Europa, que si una enfermedad contagiosa se extendía por todo el  mundo por transmisión sexual… “Demasiada fantasía –pensé-. El eterno problema de la inverosimilitud”. Dejé de leer, convencido de que un libro que intenta prever el futuro caduca pronto, y que el futuro siempre sorprende.
Me dibujó un minucioso plano para regresar al pueblo y me explicó cada detalle. Nos despedimos.
Al  fresco de la mañana, con el incipiente sol iluminando el verdor de los árboles, oliendo a pino, comido, descansado, partí hacía el pueblo. A medio camino encontré la señal que me había traicionado. La giré en la posición correcta. Al cabo de un par de horas llegaba al hostal.
Han pasado veinte años. He regresado con frecuencia a esas montañas, he buscado la casa de madera y su habitante. Pero ha sido inútil.
Lástima que me deshice del plano.



BRINDIS

Nochebuena. En el punto de máxima euforia, mientras los que componemos la família hacemos chocar las copas de cava, pienso en el pasado. Evoco esa mesa con la presencia de mis abuelos, ahora ausentes, y con las ausencias de mis sobrinos, hoy los principales protagonistas. No han podido conocerse entre ellos. Pienso también en el futuro, imagino mi destino y el de los presentes cuando pasen veinte, cincuenta, ciento quince años. Imagino las sucesivas desapariciones, quién sabe en qué orden, el envejecer de los ahora niños, la sustitución por nuevas criaturas… El ciclo de la vida. La imagen de nuestras tumbas degradadas por los años se me hace insoportable. Fuera, en la gélida calle, llueve sin fuerza pero con obstinación; todo invita a la ebriedad cálida de la mesa. Ahora mismo llueve sobre las  tumbas de mis abuelos, poquísimas veces les recuerdo, sombras fugaces, sutiles, que el presente se afana en expulsar; pero también llueve sobre las tumbas de sus padres y de sus abuelos, a los que nadie recuerda. Igual que las gotas repetidas de lluvia, las horas borrarán la huella de quienes un día fuimos. Me traiciona una lágrima. Mi esposa se da cuenta y sonríe: la cree síntoma de felicidad. No puedo evitar la imagen de su tumba bajo la lluvia, olvidada por el mundo, en una noche de Navidad; mientras sus biznietos brindan ebrios por el futuro.


Inciso

El hombre de cincuenta años camina por los rincones más ocultos de un bosque, a media mañana, meditando sobre la grisura de su existencia. De pronto encuentra una cabaña, construida con troncos de pino. Abre la puerta. Atada a un grueso pilar, hay una joven bellísima, medio desnuda, con un trapo que le tapa la boca.
-¿Qué haces aquí, hija? -pregunta el hombre mientras le quita la mordaza.
-¡Un pastor me tiene cautiva! -responde ella. Cada noche me trae bebida y comida. Y después...-la joven llora desconsolada-. Hasta que se agota y se duerme.
-¿Y tu...-pregunta el hombre, indignado-, no has intentado huir?
-Imposible. Lo he intentado todo. He esperado este momento cada día, que alguien me encontrara.
-¿Quieres decir que si yo no hubiera venido seguirías cautiva indefinidamente, sin poder denunciar las barbaridades de este salvaje?
La joven asiente, afligida.
El hombre mira al suelo, abstraído, con la mano en la barbilla. Alza los ojos y contempla con deleite el cuerpo de la joven, su cara, la abundante cabellera.
Al fin, a los cincuenta años, un episodio memorable.


Siesta

Agosto. Cuatro de la tarde. El muchacho lleva bajo el brazo una carpeta atestada de facturas, si las cobra, el diez por ciento será para él.  
Este camino de las afueras donde, resoplando, encuentra la casa que busca, es un horno. Ve la puerta  entreabierta;  por respeto, da tres golpes con la aldaba. No acude nadie.  Empuja la puerta, entra. Dentro,  un viejo yace sobre un corroído sofá. Duerme como un tronco,  lejos de todo. “Esto es vida”, piensa el muchacho mientras escudriña el  amplio salón, desordenado, en penumbra. Una abertura deja entrever el patio soleado, con plantas, desde donde se cuela una escasa luz color miel. La temperatura  es grata. 
Solo rompe el silencio la respiración abismal del durmiente. “¡Cualquiera lo despierta!”, piensa el muchacho; y  aún no ha decidido qué hacer, cuando una enorme hormiga, más voluminosa que una persona, se acerca desde la puerta del patio y lo acomete antes de que pueda reaccionar. A pesar de la  fuerza y la celeridad del insecto, el muchacho resiste, desesperado.   Pero no puede hacer nada, dos hormigas más de idéntico tamaño, comparecen para ayudar a la primera.
Angulosas extremidades se mueven, ágiles, sobre el cadáver magullado, embadurnado de sangre, con algún miembro escindido. Mientras dos hormigas cargan con él, la tercera se aproxima al anciano y se detiene, silente, junto a su cara.
“¡Quiere comerme los ojos!, piensa el viejo, y con un sobresalto levanta la cabeza de la almohada, abre los ojos como naranjas y regresa, jubiloso, a la realidad de la estancia. “Ninguna hormiga gigante” - dice-. "Ningún muchacho muerto”. 
La casa está desierta, como siempre; desde fuera llega la voz remota, descolorida, de una moto. El anciano se levanta pesado, se dirige al baño, se lava obsesivamente la cara con agua fría. “He comido demasiado, -dice-. Las digestiones pesadas provocan pesadillas”.
Regresa al salón. Cuando se dispone a salir a la calle, le resbala un pie. No se la ha pegado gracias al pomo de la puerta. Retrocede, mira al suelo.
Ahogadas en un charco de sangre, un montón de facturas están desparramadas alrededor de una carpeta.

Dentro

No lo olvides: como todos, estás dentro de una caja. Tu caja. No la percibes, claro, todavía es desmesurada. Pero se reduce cada día, y cada hora, y cada minuto, y cada segundo. Se acerca muy despacio, o quizá súbitamente. Puedes intuirla, pero no la verás jamás. La verán los demás, cuando se ajuste -estando tu ausente- a la forma exacta de tu cuerpo.




GAVIOTAS

"¿De donde han salido tantas gaviotas?" se pregunta, en la playa desierta donde acostumbra a correr. Ve como se alzan a su paso, como planean.
Corre un buen rato, a ritmo constante, hasta que se para en el lugar habitual. Coge aire, hace gimnasia. Le gusta ese paraje, puede gritar, blasfemar, ser obsceno... Nadie le oirá. Se tumba sobre la arena, mirando las nubes. Cierra los ojos,  relaja, uno tras otro, todos los músculos del cuerpo; estático, con la boca abierta. 
¿Qué piensa? ¿Qué pasa por su cabeza cuando algo se precipita con ímpetu hacia su interior? Se retuerce, se aprieta el estómago, quiere vomitar... Es inútil: solo expele saliva.  Parece  una gárgola frente  a un mar que no para de reír. Entre espasmos, inicia el camino de regreso, huyendo de si mismo, buscando auxilio. Mientras, algo va creciendo en su interior.
Acelera rabiosamente la carrera y nota, perplejo, que el esfuerzo no lo fatiga. Al contrario, siente el cuerpo ligero como una pluma, y deja de percibir molestia alguna.
Poco a poco se eleva. Poco a poco, hasta que alcanza la altura del resto de gaviotas, que lo esperan. 




Broma

No sabes qué haces allí. Ignoras como y porqué has venido. Caminas con la mente en blanco. Parece las afueras de tu pueblo, pero no reconoces calles ni edificios. Querías preguntar, pero no ves a nadie. La luz es cadavérica, como al alba. Hace frío. En la ventana de una planta baja ves una claridad ocre. Te acercas. Una cortina te impide ver el interior, pero oyes voces y risas. Golpeas con la aldaba. El hombre que abre te resulta conocido, quizá vive en tu pueblo. Te hace pasar. En el salón encuentras, alrededor de una mesa llena de comida, una docena de vecinos que conoces de vista. Acostumbras a saludar a más de uno, cuando te los encuentras por la calle, pero no te has tratado con ninguno. Has interrumpido su desayuno. Te excusas, dices que te has perdido, que no sabes cómo regresar a casa. Te reciben cordialmente, te invitan a sentarte  y comer, te aseguran que cuando acabéis de comer te orientaran para regresar a casa. Te sientas. Hay embutido, carnes frías, quesos, tortillas, rebanadas de pan con tomate y vino. Lo pruebas todo, te deleitas, verdaderamente tenías hambre. Bebes a placer. El ambiente es distendido y festivo, poco a poco vas cogiendo confianza. Sin embargo, hay un fenómeno que te inquieta: tus vecinos son mucho más altos y delgados de lo que tú creías. Incluso te parece que ahora son más esbeltos que cuando has entrado y les has explicado tu problema. “¿Será el vino?”, te preguntas. Olvidas el asunto y vuelves a sumergirte en la fiesta. La comida te reconforta, la bebida disuelve la timidez y los prejuicios, quieres participar del entusiasmo de los anfitriones. Entre las voces y las risas de los otros decides intervenir y haces una broma. No es necesario anotarla, es una broma insignificante, adecuada al ambiente distendido, inofensiva. Pero ha sido hablar tú y enmudecer todos. Y tus palabras, en vez de diluirse en el alboroto colectivo, resuenan como la rotura de un cristal. Desde su altura que duplica la tuya, todos te examinan, severos. En  tono áspero, mortificante, un de ellos dice,: “¡Ja, ja, ja! ¡qué gracia!”

Imatge de Carlos Encinas

Tren

Era de noche. Casi todos los viajeros dormíamos. El trayecto era largo, solo habíamos recorrido la mitad; el tren sonaba íntimo.
Un viejo se levantó y encendió la luz. Suspiros, alguna imprecación.
-¡ Señoras! ¡Caballeros! -gritó-. Debo informarles.
El viejo insistió hasta que todos atendimos. Parecía un hombre austero, sensato, serio.
-Debo comunicarles una noticia -dijo bajando la voz, en tono confidencial.
Silencio. Solo el traqueteo del tren.
-¡Dios ha muerto!... Hoy mismo, hace pocos minutos.
Vacío polar en el esqueleto. Pánico, quizá.
Alguien se rió. Oí, también, un llanto.
Y el sonido del tren.
¿ Cabía la posibilidad de que hasta aquel momento Dios hubiera existido?


Wara



Cap paraula pot explicar com em sento avui. 

Aquest blog va néixer per regalar a algú molt especial la traducció dels relats d'Espiral. Ella ja no hi és, però les traduccions seguiran com a homenatge, qui sap si les llegirà.

Ajust

Dolido, ha salido de mi casa. Siempre que hablamos, acabamos igual: irritados, con caras largas, convencidos  ambos de que padecemos la incomprensión del otro.
Una vez solo, he hecho autocrítica: he querido verlo desde su óptica. Y le he entendido. Sin duda, tiene razón.
Cuando he entrado en el baño él estaba ahí, dentro del espejo, mirándome.



 

Fruta

Cuando ella entra en el ascensor, encuentra una vieja que no le llega a la rótula. Cabello blanco, cardado, vestida de negro. Ella la saluda, no hay respuesta.
Por la tarde, ella decide bajar a por fruta. La vieja está dentro del ascensor. “¿Por qué?”, le pregunta. Ninguna respuesta. Al regresar de la tienda y encontrarla de nuevo dice: “Venga. No se quede aquí.” 
La hace pasar al salón de su apartamento. "Ahora regreso", le dice. Va a la cocina, deja la fruta encima del mármol. Antes de entrar en la sala observa, por el resquicio de la puerta, como la vieja escala el sofá y se pone cómoda. Ella entra y se sienta delante, en una mecedora. Se miran, no hablan.
Al día siguiente suena el teléfono como una alarma. Ella se acerca soñolienta, coge el auricular. Escucha una voz, no dice nada, cuelga el teléfono y regresa a la mecedora. Se miran. El aparato vuelve a sonar, pero ahora lo ignora, como también ignora, días más tarde, el timbre y los golpes y las voces tras la puerta. 
La fruta se pudre encima del mármol. 





Familia

Mientras  contemplo el mar tras una ventana, un  insecto aterriza en la parte exterior del cristal. Mis ojos lo enfocan, se desdibujan las olas. ¿ A qué orden pertenece? ¿A qué familia? ¿A qué especie? Tiene las alas transparentes, las extremidades finísimas, un abdomen alargado y dos antenas. ¿Cómo debe ser su cara? ¿Me está mirando? Me levanto, cojo la lupa,  me acerco de nuevo. Sí, me  observa; y me he alegrado muchísimo al reconocer el carácter de mi abuelo, muerto desde hace quince años.

Anunciación

 Repantigado en la butaca, bajo la amarillenta luz que la claraboya desparrama por el taller, el pintor hojea un volumen de enciclopedia, ocioso, buscando biografías. Le gusta leerlas para compararlas con su vida, para inyectarse moral a costa de artistas que, como él,  murieron ignorados  por el público.
Casualmente, el pintor lee una entrada con su propio nombre. Se alza de la butaca, se acerca más a la luz. No hay duda, es su nombre, y va seguido de un artículo tan extenso como el de un Giotto, un Rembrandt o un Klee.
Lo lee con ansia. Reconoce los acontecimientos de su vida, aunque no comparte el criterio de selección: figuran detalles poco significativos y, al mismo tiempo, faltan hechos importantes para su trayectoria. Descubre, molesto, algún dato inexacto, se ruboriza al leer un episodio que imaginaba secreto. Pero lo lee con placer, porqué se le considera "uno de los creadores plásticos más singulares de entre siglos".
Sin embargo, el último párrafo lo hunde. Describe su muerte, justo a su edad actual. "Salió del estudio antes de la hora habitual -dice la enciclopedia-. Al cruzar, absorto en cavilaciones, la calle, fue embestido por un camión que no vio venir".
Cegado por lo que considera una burla fuera de toda medida,  una maquinación sofisticada y macabra, inadmisible fuera quien fuera el autor, lanza el volumen al suelo, abandona con un portazo el estudio y, ofendido hasta el tuétano, absorto en cavilaciones, cruza la calle.



Dibuix de Hughie O'Donoghue extret d'aquí




LEJOS

Acabas de cenar, sales de casa, emprendes el cotidiano paseo por le pueblo. "Necesito un cambio de aires", te dices. "Detesto ver siempre los mismos edificios, las mismas personas, las mismas calles... Quisiera huir lejos una temporada".
 Caminas mucho, maquinalmente, absorto en cavilaciones, hasta que una fatiga inmensa te advierte que debe ser tarde y decides regresar a casa. Miras a tu alrededor. "¿Dónde estoy?", te preguntas. Intentas reconocer algún edificio, alguien, alguna calle; te esfuerzas en leer los rótulos  que pueblan el lugar pero no entiendes nada, ni una mínima frase, ni un sola palabra. Todo está escrito en el idioma ignoto en el que ahora te responde el individuo a quien te has dirigido y a quien, ingenuamente, le has preguntado por tu casa.

TESTIMONIO



Le he visto esta mañana, en la puerta de un bar, entre un grupo de curiosos, mientras yo encabezaba el acompañamiento para enterrar a mi marido. Está igual, no ha envejecido desde que se me apareció por primera vez, hace sesenta años, en la papelería. He abandonado la estela del coche fúnebre para acercarme y exigirle una explicación. Alguien me ha agarrado del brazo y me ha dicho: “¿Qué  pasa?”. Era mi hermano. “Le he visto en la puerta del bar”, he respondido. Mi hermano sabía de qué le hablaba, es de los pocos que lo saben. Hemos mirado hacia el bar: había desaparecido. “Voy a por él”, ha dicho mi hermano. Lo ha intentado, no ha regresado hasta quince minutos más tarde, sudado, triste, vencido.
Se me apareció por primera vez en la papelería, hace sesenta años, siendo yo adolescente, una de tantas ocasiones en que sustituía a mi padre detrás del mostrador. En la tienda había  cinco personas esperando para ser atendidas. Mientras yo las servía por orden, él me escrutaba serio, como se mira a un espejo. Los demás clientes aligeraban la espera escudriñando y palpando objetos expuestos en los estantes; él me miraba a los ojos. Imposible no fijar su rostro. Cuando solo me faltaba atender  a un cliente antes que a él, tuve que ir al almacén a por una caja. Al regresar, ya no estaba.
Lo he encontrado en distintas  circunstancias. Un día, nuestros coches se pararon uno al lado del otro, delante de un semáforo. Me presionó con sus ojos hasta que la luz verde me permitió huir. En otra ocasión lo reconocí entre el público de un partido de fútbol televisado. El  realizador encuadró la zona del graderío donde la gente gritaba y gesticulaba insultos al árbitro. Él contrastaba por su silencio, por la quietud con que miraba hacia el objetivo de la cámara, hacia mí.
Empecé a preocuparme a raíz del convite de mi boda. Un amigo nos hizo el reportaje de la ceremonia y de la comida con una cámara de aficionado. Cuando proyectamos la película, le descubrí entre los comensales. Mientras la cámara se recreaba en su mesa, él dejó de comer, se secó los labios con la servilleta y se quedó mirándome.
Analizamos las imágenes repetidamente: nadie de la familia le conocía. Mi marido se propuso, resuelto, identificarlo. Fracasó: solo dos de los invitados que habían estado sentados en la misma mesa le recordaban. Ignoraban quien era.
Pasaron años, le di por desaparecido.
Pero un domingo, mientras ordenaba unas fotos que nos habíamos hecho en la playa, lo descubrí en un segundo plano, pantalones arremangados y  pies en el agua, medio tapado por  mi marido, la cándida sonrisa de mi marido parecía amenazada por la circunspección de quien me observaba desde detrás.
No había cambiado, era idéntico al día de la papelería.
Sufrí una crisis; me creía vigilada siempre por aquellos ojos,  cada instante, por íntimo que fuera. No soportaba quedarme sola.
Lo denunciamos. Pero fue inútil; nadie le identificaba, no constaba en ningún archivo.
Le he visto otras veces, ya superada la crisis. Incluso ahora que soy anciana puedo encontrarlo cuando menos lo pienso, y aún me mira con fijación.
Esta mañana lo ha hecho, mientras enterrábamos a mi marido.