No tengo prisa. Habitualmente me levanto cuando el cuerpo me lo pide, y empiezo el nuevo día con un desayuno copioso pero sano. Me lavo los dientes, me visto, me peino. Salgo a la calle y voy a alguno de los rincones que me gustan, como el cementerio, o la playa, o el interior del pueblo, invadido por gente que trabaja y gente que compra, ora en el horno, ora en los colmados; o como el casino, perfumado de café; o como el antiguo mercado, donde veo cortar la carne y los quesos, y donde contemplo, extático, la diestra manipulación del pescado en manos femeninas, que lo pesan y lo envuelven en papel de estraza, como quien vende un trozo de mar para que alguien se lo coma. Camino, encuentro gente conocida, familiar, que me dirigen sonrisas y miradas amistosas; y veo aquel compañero de la escuela primaria que un día fue arrollado por la ruedas de un trailer, hace ahora dieciocho años, al cruzar la carretera. Me sale al paso el amigo íntimo de mi adolescencia que nos dejó a los veinte años, después de un largo suplicio causado por la leucemia. Me topo con mis abuelos, que enterramos hace poco, ella tres meses antes que él, y que pasean cogidos del brazo y comentan, impasibles, las continuas transformaciones del pueblo.Y veo que pasa ella con la vespino, y mientras admiro el vuelo de su cabellera recuerdo, una vez más, que hoy sería mi esposa, si no la hubiera embestido un coche, hace ahora nueve años, al regresar del instituto un viernes a mediodía.
Ellos no compran ni trabajan; vagan, solamente, y tienen la mirada serena de quien ya no duda, de quien ha comprendido. Los encuentro de tanto en tanto a la orilla del mar, donde les gusta remojar los pies; o en la discoteca, inmóviles en un rincón; o en el supermercado, atentos a la multitud que carga y vacila, ante la inmensa variedad de productos; o en la terraza de un edificio alto, desde donde se inclinan sobre la baranda y contemplan, horas y horas, la vida horizontal de los vecinos.
No tienen prisa. Ignoran los relojes y los hechos incidentales; ignoran todo lo que hay que ignorar para llegar a la sabiduría.
5 comentaris:
Hala, que rincón lleno de promesas, qué encuentros tan entrañables estos con las personas que de algún modo llevamos dentro, que no se han ido, y a los que podemos hablar y hasta escribir con tinta simpàtica, por ejemplo, pero también con la tinta de los sentimientos... que dijo algún poeta, y que quizá viene a ser la misma tinta.
Me gusta.
;)
Un placer tu visita, Wara.
Todas las entradas de "Espiral" estarán dedicadas a ti.
Me hace mucha ilusión, gracias.
Besos.
La primera edición de Espiral es de 1998, en el 2010 el autor ha reescrito todos los cuentos.
Primera versión.
II. DIARIO
No tengo prisa. Habitualmente me levanto cuando el cuerpo me lo pide, y empiezo el nuevo día con un vaso de leche y tostadas, que unto, según mi antojo, con queso o mermelada, y que completo, si aún tengo hambre, con varias naranjas de un huerto familiar. Me lavo los dientes, me peino, y enseguida salgo a la calle para ir a alguno de los rincones que me gustan, como el cementerio o la playa, o el mismo interior del pueblo, invadido por gente que trabaja y gente que compra, ora en el horno, ora en los colmados; o como los casinos, donde se puede aspirar el exquisito aroma del café; o como el antiguo mercado, donde puedo ver como cortan la carne y los quesos, y admirar, extático, la diestra manipulación del pescado en manos femeninas, que lo pesan, lo envuelven con papel de estraza, como quien vende un trozo de mar para que alguien se lo coma. Camino, empiezo a encontrar a gente conocida, familiar, que me dirigen sonrisas y miradas amistosas; y veo a Andreu, aquel compañero de la escuela primaria que un fue arrollado, hace ahora quince años, por la ruedas de un trailer larguísimo, al cruzar la carretera; y me sale al paso Alberola, íntimo amigo de mi adolescencia que faltó (nos dejó) poco después de su vigésimo cumpleaños, dando fin a un largo suplicio causado por la leucemia, y me topo con mis abuelos, Adelina y Servando, que enterramos hace poco, tres meses una antes que el otro, y que pasean de nuevo cogidos del brazo y comentan, impasibles, las continuas transformaciones del paisaje; y veo pasar a Isabel con la moto, y su tierna cara me recuerda, una vez más, que hoy seria mi mujer, si no la hubiera matado, hace ahora seis años, un automóvil, al salir del instituto un viernes a mediodía…No van de compras, no trabajan; vagan, solamente, y tienen la mirada serena de quien ya no duda, de quien ha comprendido. Los encuentro, de tanto en tanto, cerca del mar, donde les gusta poner los pies en remojo; o en la discoteca, recostados en un rincón ante la escenificación del absurdo; o en el supermercado, atentos a la multitud que carga y vacila, ante la inmensa variedad de productos; o en la terraza de un edificio alto, donde con frecuencia se inclinan sobre la baranda y contemplan, dejando pasar las horas, la vida horizontal de los vecinos…No tienen prisa; ignoran la importancia de los relojes y de los hechos incidentales; ignoran todo lo que hay que ignorar para llegar a la sabiduría…En cuanto a mi, gracias a frecuentarlos he adquirido algunas de sus costumbres, que, con los años, han mejorado mi existencia, hasta el punto de convertirla, de un tiempo a esta parte, en un plácido trayecto a lo largo de un río soleado y en calma.
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