Le he visto esta mañana, en la puerta de un bar, entre un grupo de curiosos, mientras yo encabezaba el acompañamiento para enterrar a mi marido. Está igual, no ha envejecido desde que se me apareció por primera vez, hace sesenta años, en la papelería. He abandonado la estela del coche fúnebre para acercarme y exigirle una explicación. Alguien me ha agarrado del brazo y me ha dicho: “¿Qué pasa?”. Era mi hermano. “Le he visto en la puerta del bar”, he respondido. Mi hermano sabía de qué le hablaba, es de los pocos que lo saben. Hemos mirado hacia el bar: había desaparecido. “Voy a por él”, ha dicho mi hermano. Lo ha intentado, no ha regresado hasta quince minutos más tarde, sudado, triste, vencido.
Se me apareció por primera vez en la papelería, hace sesenta años, siendo yo adolescente, una de tantas ocasiones en que sustituía a mi padre detrás del mostrador. En la tienda había cinco personas esperando para ser atendidas. Mientras yo las servía por orden, él me escrutaba serio, como se mira a un espejo. Los demás clientes aligeraban la espera escudriñando y palpando objetos expuestos en los estantes; él me miraba a los ojos. Imposible no fijar su rostro. Cuando solo me faltaba atender a un cliente antes que a él, tuve que ir al almacén a por una caja. Al regresar, ya no estaba.
Lo he encontrado en distintas circunstancias. Un día, nuestros coches se pararon uno al lado del otro, delante de un semáforo. Me presionó con sus ojos hasta que la luz verde me permitió huir. En otra ocasión lo reconocí entre el público de un partido de fútbol televisado. El realizador encuadró la zona del graderío donde la gente gritaba y gesticulaba insultos al árbitro. Él contrastaba por su silencio, por la quietud con que miraba hacia el objetivo de la cámara, hacia mí.
Empecé a preocuparme a raíz del convite de mi boda. Un amigo nos hizo el reportaje de la ceremonia y de la comida con una cámara de aficionado. Cuando proyectamos la película, le descubrí entre los comensales. Mientras la cámara se recreaba en su mesa, él dejó de comer, se secó los labios con la servilleta y se quedó mirándome.
Analizamos las imágenes repetidamente: nadie de la familia le conocía. Mi marido se propuso, resuelto, identificarlo. Fracasó: solo dos de los invitados que habían estado sentados en la misma mesa le recordaban. Ignoraban quien era.
Pasaron años, le di por desaparecido.
Pero un domingo, mientras ordenaba unas fotos que nos habíamos hecho en la playa, lo descubrí en un segundo plano, pantalones arremangados y pies en el agua, medio tapado por mi marido, la cándida sonrisa de mi marido parecía amenazada por la circunspección de quien me observaba desde detrás.
No había cambiado, era idéntico al día de la papelería.
Sufrí una crisis; me creía vigilada siempre por aquellos ojos, cada instante, por íntimo que fuera. No soportaba quedarme sola.
Lo denunciamos. Pero fue inútil; nadie le identificaba, no constaba en ningún archivo.
Le he visto otras veces, ya superada la crisis. Incluso ahora que soy anciana puedo encontrarlo cuando menos lo pienso, y aún me mira con fijación.
Esta mañana lo ha hecho, mientras enterrábamos a mi marido.
2 comentaris:
La primera edición de Espiral es de 1998, en el 2010 el autor ha reescrito todos los cuentos.
Primera versión.
V: TESTIMONIO
Le he visto esta mañana, en la puerta de un bar, entre un grupo de curiosos, mientras yo encabezaba el acompañamiento para enterrar a mi marido. Se mantiene invariable –la cara, el peinado, la ropa…-, no ha envejecido desde que se me apareció por primera vez, hace más de medio siglo, en la papelería. He abandonado la estela del coche fúnebre para acercarme y exigirle una explicación, pero alguien me seguía, y, tomándome afectuosamente por el brazo, me ha dicho:
“¿Qué te pasa?, ¿quieres algo?”. Se trataba de Pere, mi hermano. “Le he visto en la puerta del bar”, ha sido mi respuesta. Pere sabía de qué le hablaba, yo le había informado desde el principio; junto con mi marido y mis hijos, era una de las pocas personas que lo sabían. Cuando hemos mirado hacia el bar, había desaparecido. Mientras regresaba a mi lugar protocolario, Pere me ha prometido localizarle; me consta que lo ha intentado: no le he visto hasta unos minutos después, sudado, triste, vencido.
Se me había aparecido por primera vez en la papelería, debe hacer unos sesenta años, en plena adolescencia, una de tantas ocasiones en que sustituía a mi padre detrás del mostrador. Recuerdo que en la tienda había cinco o seis personas esperando para ser atendidas. Mientras yo las iba atendiendo por orden, unos ojos me escrutaban con la seriedad con que se mira un espejo. Los demás clientes aligeraban la espera escudriñando los objetos expuestos en los estantes; él me miraba fijo. No pude evitar observarlo con la suficiente intensidad y tiempo para memorizar su rostro. Cuando solo me faltaba atender a un cliente antes que a él, entré en el almacén a por unas cajas. Al regresar, el desconocido ya no estaba.
Desde entonces me lo he encontrado en diversas circunstancias. Por ejemplo, un día nuestros respectivos coches pararon uno al lado del otro, delante de un semáforo de la capital. No me libré de la presión de sus ojos hasta que la luz verde me permitió arrancar. En otra ocasión lo reconocí entre el público de un partido televisado de fútbol, en el que el realizador enfocó una zona del graderío donde la gente gritaba y gesticulaba insultos al árbitro. Él contrastaba por el silencio, por la quietud con que miraba fijamente hacia el objetivo de la cámara, hacia mí.
Empecé a preocuparme a raíz del convite de mi boda. Un amigo nos hizo el reportaje fotográfico de la ceremonia y de la comida con una filmadora de aficionado. Cuando proyectamos la película, le descubrí entre los comensales. Mientras la cámara se recreaba en su mesa, dejó de comer, se secó los labios con la servilleta y se quedó mirándome. Rápidamente analizamos las imágenes: nadie de la familia le conocía. Mi marido emprendió, resuelto, la tarea de identificarlo. Fracasó: solo dos de los invitados que habían estado sentados en la misma mesa le recordaban, pero no sabían, tampoco, quien era.
Pasaron los años y le dimos por desparecido, hasta que un ocioso domingo, mientras ordenaba unas fotos que nos habíamos hecho en la playa, detecté su figura, con los pantalones arremangados y los pies en el mar, eclipsada por el protagonismo de mi marido, que yo misma había encuadrado en primer término, la cándida sonrisa de mi marido parecía amenazada por la circunspección de quien me observaba desde detrás de él. Sufrí una crisis; siempre me creía vigilada por aquellos ojos, a cada instante, por íntimo que fuera. No soportaba quedarme sola. Lo denunciamos a la policía. Pero fue inútil; aquel rostro no era identificable, no constaba en ningún archivo.
Le he visto alguna otra vez, ya superada la crisis. Como esta mañana, cuando enterrábamos a mi marido. No envejece, siempre tiene el mismo aspecto. No debe ser permeable al tiempo.
Yo comprendo eso de reescribir, pero no estoy segura de verlo muy correcto una vez la historia se ha publicado. El lector no siempre tendrá noticia de esas nuevas escrituras, y bueno, al comentar con alguien una misma historia, quizás estén hablando de una distinta.
Bueno, yo sigo leyendo, que estos días he estado un poco liada y se me ha acumulado tarea lectora... agradable, cómo no.
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