No sabes qué haces allí. Ignoras como y porqué has venido. Caminas con la mente en blanco. Parece las afueras de tu pueblo, pero no reconoces calles ni edificios. Querías preguntar, pero no ves a nadie. La luz es cadavérica, como al alba. Hace frío. En la ventana de una planta baja ves una claridad ocre. Te acercas. Una cortina te impide ver el interior, pero oyes voces y risas. Golpeas con la aldaba. El hombre que abre te resulta conocido, quizá vive en tu pueblo. Te hace pasar. En el salón encuentras, alrededor de una mesa llena de comida, una docena de vecinos que conoces de vista. Acostumbras a saludar a más de uno, cuando te los encuentras por la calle, pero no te has tratado con ninguno. Has interrumpido su desayuno. Te excusas, dices que te has perdido, que no sabes cómo regresar a casa. Te reciben cordialmente, te invitan a sentarte y comer, te aseguran que cuando acabéis de comer te orientaran para regresar a casa. Te sientas. Hay embutido, carnes frías, quesos, tortillas, rebanadas de pan con tomate y vino. Lo pruebas todo, te deleitas, verdaderamente tenías hambre. Bebes a placer. El ambiente es distendido y festivo, poco a poco vas cogiendo confianza. Sin embargo, hay un fenómeno que te inquieta: tus vecinos son mucho más altos y delgados de lo que tú creías. Incluso te parece que ahora son más esbeltos que cuando has entrado y les has explicado tu problema. “¿Será el vino?”, te preguntas. Olvidas el asunto y vuelves a sumergirte en la fiesta. La comida te reconforta, la bebida disuelve la timidez y los prejuicios, quieres participar del entusiasmo de los anfitriones. Entre las voces y las risas de los otros decides intervenir y haces una broma. No es necesario anotarla, es una broma insignificante, adecuada al ambiente distendido, inofensiva. Pero ha sido hablar tú y enmudecer todos. Y tus palabras, en vez de diluirse en el alboroto colectivo, resuenan como la rotura de un cristal. Desde su altura que duplica la tuya, todos te examinan, severos. En tono áspero, mortificante, un de ellos dice,: “¡Ja, ja, ja! ¡qué gracia!”
Imatge de Carlos Encinas
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1ª versió
XII. BROMA
No sabes cómo has ido a parar allí. Te has perdido. Ignoras que estabas haciendo minutos antes de encontrarte así, de donde vienes y que objetivo perseguías. La mente en blanco, caminas y esperas que regrese la lucidez. Dirías que paseas por las afueras de tu pueblo, pero no reconoces calles ni edificios. Podrías preguntar, si no fuera porque no hay ni un alma a la vista. La luz es lívida, cadavérica, como al alba, y hace fresco. Es irritante, seguir así. La ventana de una planta baja te desvela una claridad dorada. Te acercas. Una cortina te impide ver el interior, pero oyes voces, oyes risas de lo que parece un nutrido grupo de gente. Llamas con la aldaba. El hombre que abre te resulta conocido, aunque solo sea de vista. Sin duda es vecino de tu pueblo. Te deja pasar. En el salón-comedor encuentras, alrededor de una mesa bien provista de comida, media docena de vecinos que también conoces sólo de vista. Acostumbras a saludar a más de uno, cuando te los encuentras por la calle, pero nunca se ha dado la ocasión de tratarlos más de cerca. Les has interrumpido en pleno desayuno. Te excusas, dices que te sietes perdido, que no sabes cómo regresar a casa. Te reciben con familiaridad, cordialmente te invitan a sentarte, te aseguran que cuando acabéis de comer te orientaran para regresar a casa. Esto te reconforta. Te sientas para compartir con ellos el apetecible banquete: hay embutido, carnes frías, quesos, tortillas y vino. Lo pruebas todo y te deleitas, verdaderamente tenías hambre. Bebes a placer, se te dilatan las venas. La atmósfera está distendida y el ambiente festivo, poco a poco vas cogiendo confianza. Sin embargo, hay un fenómeno que te inquieta. Te parece que tus vecinos son más altos y delgados del concepto que tu tenías de ellos, incluso te parece que ahora son más esbeltos que cuando te han hecho entrar y les has explicado tu problema. Temes que sea el vino el que lo provoque, a cada instante que transcurre son más altos. Resuelves no beber más. Olvidas el asunto y vuelves a sumergirte en la fiesta. Te sientes eufórico, la comida te ha restablecido, la bebida ha expulsado la habitual timidez y los prejuicios, te apetece abandonar la actitud prudente y pasiva para participar en el entusiasmo general de los anfitriones. Entre las voces y las risas de los otros decides intervenir y haces una broma. No es necesario anotarla, es una broma sin importancia, adecuada a la situación y al ambiente distendido, libre de elementos ofensivos. Pero ha sido abrir tú la boca y callar todos, y tus palabras, en vez de diluirse en el alboroto colectivo, han resonado pedantemente entre las paredes de la habitación. Todos te han mirado, serios. Uno tras otro, se han ido levantando de las sillas. De pie, te examinan con expresión rígida, con asco. Y lo hacen desde su nueva estatura, que, con el paso de los minutos, ha ido prolongándose hasta doblar la tuya. Uno de esos seres delgados y larguiruchos avanza un paso y, en tono áspero, humillante, mortificador, te dice: “¡Ja, ja, ja! ¡qué gracia!”
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