Mientras contemplo el mar tras una ventana, un insecto aterriza en la parte exterior del cristal. Mis ojos lo enfocan, se desdibujan las olas. ¿ A qué orden pertenece? ¿A qué familia? ¿A qué especie? Tiene las alas transparentes, las extremidades finísimas, un abdomen alargado y dos antenas. ¿Cómo debe ser su cara? ¿Me está mirando? Me levanto, cojo la lupa, me acerco de nuevo. Sí, me observa; y me he alegrado muchísimo al reconocer el carácter de mi abuelo, muerto desde hace quince años.
Traducció al castellà del contes d'Espiral, de Manuel Baixauli
Anunciación
Repantigado en la butaca, bajo la amarillenta luz que la claraboya desparrama por el taller, el pintor hojea un volumen de enciclopedia, ocioso, buscando biografías. Le gusta leerlas para compararlas con su vida, para inyectarse moral a costa de artistas que, como él, murieron ignorados por el público.
Casualmente, el pintor lee una entrada con su propio nombre. Se alza de la butaca, se acerca más a la luz. No hay duda, es su nombre, y va seguido de un artículo tan extenso como el de un Giotto, un Rembrandt o un Klee.
Lo lee con ansia. Reconoce los acontecimientos de su vida, aunque no comparte el criterio de selección: figuran detalles poco significativos y, al mismo tiempo, faltan hechos importantes para su trayectoria. Descubre, molesto, algún dato inexacto, se ruboriza al leer un episodio que imaginaba secreto. Pero lo lee con placer, porqué se le considera "uno de los creadores plásticos más singulares de entre siglos".
Sin embargo, el último párrafo lo hunde. Describe su muerte, justo a su edad actual. "Salió del estudio antes de la hora habitual -dice la enciclopedia-. Al cruzar, absorto en cavilaciones, la calle, fue embestido por un camión que no vio venir".
Cegado por lo que considera una burla fuera de toda medida, una maquinación sofisticada y macabra, inadmisible fuera quien fuera el autor, lanza el volumen al suelo, abandona con un portazo el estudio y, ofendido hasta el tuétano, absorto en cavilaciones, cruza la calle.
LEJOS
Acabas de cenar, sales de casa, emprendes el cotidiano paseo por le pueblo. "Necesito un cambio de aires", te dices. "Detesto ver siempre los mismos edificios, las mismas personas, las mismas calles... Quisiera huir lejos una temporada".
Caminas mucho, maquinalmente, absorto en cavilaciones, hasta que una fatiga inmensa te advierte que debe ser tarde y decides regresar a casa. Miras a tu alrededor. "¿Dónde estoy?", te preguntas. Intentas reconocer algún edificio, alguien, alguna calle; te esfuerzas en leer los rótulos que pueblan el lugar pero no entiendes nada, ni una mínima frase, ni un sola palabra. Todo está escrito en el idioma ignoto en el que ahora te responde el individuo a quien te has dirigido y a quien, ingenuamente, le has preguntado por tu casa.
TESTIMONIO
Le he visto esta mañana, en la puerta de un bar, entre un grupo de curiosos, mientras yo encabezaba el acompañamiento para enterrar a mi marido. Está igual, no ha envejecido desde que se me apareció por primera vez, hace sesenta años, en la papelería. He abandonado la estela del coche fúnebre para acercarme y exigirle una explicación. Alguien me ha agarrado del brazo y me ha dicho: “¿Qué pasa?”. Era mi hermano. “Le he visto en la puerta del bar”, he respondido. Mi hermano sabía de qué le hablaba, es de los pocos que lo saben. Hemos mirado hacia el bar: había desaparecido. “Voy a por él”, ha dicho mi hermano. Lo ha intentado, no ha regresado hasta quince minutos más tarde, sudado, triste, vencido.
Se me apareció por primera vez en la papelería, hace sesenta años, siendo yo adolescente, una de tantas ocasiones en que sustituía a mi padre detrás del mostrador. En la tienda había cinco personas esperando para ser atendidas. Mientras yo las servía por orden, él me escrutaba serio, como se mira a un espejo. Los demás clientes aligeraban la espera escudriñando y palpando objetos expuestos en los estantes; él me miraba a los ojos. Imposible no fijar su rostro. Cuando solo me faltaba atender a un cliente antes que a él, tuve que ir al almacén a por una caja. Al regresar, ya no estaba.
Lo he encontrado en distintas circunstancias. Un día, nuestros coches se pararon uno al lado del otro, delante de un semáforo. Me presionó con sus ojos hasta que la luz verde me permitió huir. En otra ocasión lo reconocí entre el público de un partido de fútbol televisado. El realizador encuadró la zona del graderío donde la gente gritaba y gesticulaba insultos al árbitro. Él contrastaba por su silencio, por la quietud con que miraba hacia el objetivo de la cámara, hacia mí.
Empecé a preocuparme a raíz del convite de mi boda. Un amigo nos hizo el reportaje de la ceremonia y de la comida con una cámara de aficionado. Cuando proyectamos la película, le descubrí entre los comensales. Mientras la cámara se recreaba en su mesa, él dejó de comer, se secó los labios con la servilleta y se quedó mirándome.
Analizamos las imágenes repetidamente: nadie de la familia le conocía. Mi marido se propuso, resuelto, identificarlo. Fracasó: solo dos de los invitados que habían estado sentados en la misma mesa le recordaban. Ignoraban quien era.
Pasaron años, le di por desaparecido.
Pero un domingo, mientras ordenaba unas fotos que nos habíamos hecho en la playa, lo descubrí en un segundo plano, pantalones arremangados y pies en el agua, medio tapado por mi marido, la cándida sonrisa de mi marido parecía amenazada por la circunspección de quien me observaba desde detrás.
No había cambiado, era idéntico al día de la papelería.
Sufrí una crisis; me creía vigilada siempre por aquellos ojos, cada instante, por íntimo que fuera. No soportaba quedarme sola.
Lo denunciamos. Pero fue inútil; nadie le identificaba, no constaba en ningún archivo.
Le he visto otras veces, ya superada la crisis. Incluso ahora que soy anciana puedo encontrarlo cuando menos lo pienso, y aún me mira con fijación.
Esta mañana lo ha hecho, mientras enterrábamos a mi marido.
DESIERTO
Despierta sobresaltadamente de la siesta y apenas puede abrir los ojos. Hace horas que se había echado, exhausto, a la sombra de una higuera de su chalet. Ahora, la somnolencia, el bochorno, le impiden comprender que se encuentra en un paraje yermo, surcado por infinitos caminos y encrucijadas. Se incorpora, camina en una dirección cualquiera buscando un lugar conocido. Sin suerte: todos los lugares a donde llega son calcados al punto de partida. ¿Dónde está la higuera? ¿Dónde el chalet?
Alza la vista. No ve el cielo, sino una masa enorme, húmeda, movediza, que no puede identificar como mi lengua porqué antes de que lo haga, lamo la palma de la mano con que lo he capturado y me lo trago.
Alza la vista. No ve el cielo, sino una masa enorme, húmeda, movediza, que no puede identificar como mi lengua porqué antes de que lo haga, lamo la palma de la mano con que lo he capturado y me lo trago.
Espiral, Manuel Baixauli
Traduït per l'àvida lectora
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