Cuando ella entra en el ascensor, encuentra una vieja que no le llega a la rótula. Cabello blanco, cardado, vestida de negro. Ella la saluda, no hay respuesta.
Por la tarde, ella decide bajar a por fruta. La vieja está dentro del ascensor. “¿Por qué?”, le pregunta. Ninguna respuesta. Al regresar de la tienda y encontrarla de nuevo dice: “Venga. No se quede aquí.”
La hace pasar al salón de su apartamento. "Ahora regreso", le dice. Va a la cocina, deja la fruta encima del mármol. Antes de entrar en la sala observa, por el resquicio de la puerta, como la vieja escala el sofá y se pone cómoda. Ella entra y se sienta delante, en una mecedora. Se miran, no hablan.
Al día siguiente suena el teléfono como una alarma. Ella se acerca soñolienta, coge el auricular. Escucha una voz, no dice nada, cuelga el teléfono y regresa a la mecedora. Se miran. El aparato vuelve a sonar, pero ahora lo ignora, como también ignora, días más tarde, el timbre y los golpes y las voces tras la puerta.
La fruta se pudre encima del mármol.