Antes del accidente, los
cinco que íbamos en el coche éramos inseparables. Nos dirigíamos a la playa,
conducía yo, estaba sobrio, completamente despierto y la velocidad no era
excesiva. Tuvimos reventón, el coche se desvío hacia la acequia y nos
precipitamos dentro. Un grito plural inició el infierno. Todos estábamos
conscientes, cada uno propuso una solución sin escuchar a los demás, el agua
subía, uno de ellos, aterrido, intento salir antes del momento oportuno. No pudo, y esto perturbó a los que habíamos
sido pacientes. Todos intentamos salir a la vez, y fue entonces cuando empezó
la lucha. Si hubiéramos salido ordenadamente, de uno en uno, habríamos tenido
tiempo de sobras. Pero actuamos llenos de ira para salvarnos, cada uno de
nosotros, el primero. Nunca he tomado
parte en pugna tan desesperada. Inútil sacar a relucir detalles. El caso
es que emergimos, más o menos asfixiados, pero vivos.
En la ambulancia que nos
llevó al hospital, rehuimos mirarnos.
Poco a poco, con tacto y
diplomacia, hemos conseguido no saludarnos si nos encontramos por la calle.
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