Traducció al castellà del contes d'Espiral, de Manuel Baixauli

NOVELA

Una tarde de otoño, a mis veintitrés años, me perdí por las frondosas montañas de Tinença de Benifassà. Empezaba a oscurecer, escaseaban mis fuerzas, en una bifurcación seguí la dirección que indicaba una señal de madera, convencido de que regresaba hacia el pueblo donde tenia pensado pasar la noche. Después comprendí que alguien había girado la señal, y que había tomado el camino contrario. Pero al principio no lo sabía, y, a pesar de la fatiga, caminé deprisa para llegar a casa antes del anochecer. A diferencia de lo que me había ocurrido hasta la bifurcación, no me encontré con nadie, ni de frente ni por detrás.  Todo me era desconocido, y lo que había empezado como un camino bien definido se diversificó en sendas difusas. De noche, la luna menguante apenas me permitía ver donde pisaba. Caí dos veces, me faltaban las fuerzas. Aterrado, me hice a la idea de que esa noche la pasaría al raso. Los infinitos ruidos del bosque, que  había oído con placer durante las horas de luz, me parecían amenazas; para protegerme del frío solo llevaba una chaqueta de algodón. Dirigí mis esperanzas no ya a regresar al pueblo, que me parecía imposible, sino a encontrar refugio, una casa de campo abandonada, un establo de cabras donde guarecerme. Con esta ilusión troté sin saber hacia donde. Y tuve suerte. Mucha. Porqué un contorno negro, recortado sobre el azul oscuro del cielo, me anunció una cabaña de madera. Busqué, a tientas, la puerta: estaba cerrada. Y también lo estaban las dos ventanas. Pero se veía luz, por las rendijas. Golpeé la puerta. Alguien arrastró brevemente una silla, oí pasos. La puerta se abrió y un chaval de trece o catorce años me observó desde el umbral. “Me he perdido”, dije.
El interior de la cabaña era sencillo, sin adornos. Había un baño, una cocina y un dormitorio; los tres daban a la habitación principal, un amplio salón con dos únicos muebles: una mesa grande, con cajones, y una silla, situadas en el centro, de manera que se podía circular alrededor. Del techo colgaba una bombilla que iluminaba la mesa y los objetos que la ocupaban: un mapamundi, un vaso de porcelana lleno de lápices, dos pilas de folios, unos en blanco y los otros escritos, y en medio de las dos pilas, un folio a medio escribir.
El chaval hablaba poco. Me hizo sentar, hizo espacio en la mesa y sacó agua y víveres. Imposible negarme a su hospitalidad. Comí y bebí con ansia. Lo necesitaba.
- He interrumpido tu trabajo -dije, cuando acabé de comer.
- No importa –dijo- me gusta hacer pausas. Tu visita me ha servido de excusa.
- ¿Qué escribes?
- Novela.
- ¡Eres jovencísimo, para escribir novelas! ¿Cómo la has titulado?
- Título… No me lo había planteado. Se lo pondré cuando acabe. Ignoro como acabará.
Quitamos la mesa. Me dijo que me acostara en su cama y descansara, que a la mañana siguiente me indicaría el camino del pueblo.
- ¿Y tú?
- Yo trabajaré. Ya he descansado demasiado.
Me acosté. Me dolía todo. Me dormí oyendo el sonido del lápiz sobre el papel.
Por la mañana, cuando me desperté, él continuaba escribiendo. Cuando me vio, se levantó. No me permitió que le ayudara a preparar el desayuno. Mientras él se ajetreaba en la cocina, escudriñé los papeles. En ellos se narraban hechos históricos del futuro, cronológicamente ordenados. Un libro de historia futura, en tono novelesco, con minuciosas descripciones. Que si desaparecía el muro de Berlín y acababa la guerra fría, que si había una guerra entre el Reino Unido y Argentina, y otra en el mismo corazón de Europa, que si una enfermedad contagiosa se extendía por todo el  mundo por transmisión sexual… “Demasiada fantasía –pensé-. El eterno problema de la inverosimilitud”. Dejé de leer, convencido de que un libro que intenta prever el futuro caduca pronto, y que el futuro siempre sorprende.
Me dibujó un minucioso plano para regresar al pueblo y me explicó cada detalle. Nos despedimos.
Al  fresco de la mañana, con el incipiente sol iluminando el verdor de los árboles, oliendo a pino, comido, descansado, partí hacía el pueblo. A medio camino encontré la señal que me había traicionado. La giré en la posición correcta. Al cabo de un par de horas llegaba al hostal.
Han pasado veinte años. He regresado con frecuencia a esas montañas, he buscado la casa de madera y su habitante. Pero ha sido inútil.
Lástima que me deshice del plano.