Una tarde de otoño, a mis veintitrés
años, me perdí por las frondosas montañas de Tinença de Benifassà. Empezaba a
oscurecer, escaseaban mis fuerzas, en una bifurcación seguí la dirección que indicaba
una señal de madera, convencido de que regresaba hacia el pueblo donde tenia
pensado pasar la noche. Después comprendí que alguien había girado la
señal, y que había tomado el camino contrario. Pero al principio no lo sabía, y,
a pesar de la fatiga, caminé deprisa para llegar a casa antes del anochecer. A diferencia
de lo que me había ocurrido hasta la bifurcación, no me encontré con nadie, ni
de frente ni por detrás. Todo me era
desconocido, y lo que había empezado como un camino bien definido se diversificó
en sendas difusas. De noche, la luna menguante apenas me permitía ver donde
pisaba. Caí dos veces, me faltaban las fuerzas. Aterrado, me hice a la idea de
que esa noche la pasaría al raso. Los infinitos ruidos del bosque, que había oído con placer durante las horas de
luz, me parecían amenazas; para protegerme del frío solo llevaba una chaqueta
de algodón. Dirigí mis esperanzas no ya a regresar al pueblo, que me parecía
imposible, sino a encontrar refugio, una casa de campo abandonada, un establo
de cabras donde guarecerme. Con esta ilusión troté sin saber hacia donde. Y tuve
suerte. Mucha. Porqué un contorno negro, recortado sobre el azul oscuro del
cielo, me anunció una cabaña de madera. Busqué, a tientas, la puerta: estaba
cerrada. Y también lo estaban las dos ventanas. Pero se veía luz, por las
rendijas. Golpeé la puerta. Alguien arrastró brevemente una silla, oí pasos. La
puerta se abrió y un chaval de trece o catorce años me observó desde el umbral.
“Me he perdido”, dije.
El interior de la cabaña
era sencillo, sin adornos. Había un baño, una cocina y un dormitorio; los tres
daban a la habitación principal, un amplio salón con dos únicos muebles: una
mesa grande, con cajones, y una silla, situadas en el centro, de manera que se
podía circular alrededor. Del techo colgaba una bombilla que iluminaba la mesa
y los objetos que la ocupaban: un mapamundi, un vaso de porcelana lleno de lápices,
dos pilas de folios, unos en blanco y los otros escritos, y en medio de las dos
pilas, un folio a medio escribir.
El chaval hablaba poco. Me hizo
sentar, hizo espacio en la mesa y sacó agua y víveres. Imposible negarme a su
hospitalidad. Comí y bebí con ansia. Lo necesitaba.
- He interrumpido tu
trabajo -dije, cuando acabé de comer.
- No importa –dijo- me
gusta hacer pausas. Tu visita me ha servido de excusa.
- ¿Qué escribes?
- Novela.
- ¡Eres jovencísimo, para
escribir novelas! ¿Cómo la has titulado?
- Título… No me lo había
planteado. Se lo pondré cuando acabe. Ignoro como acabará.
Quitamos la mesa. Me dijo
que me acostara en su cama y descansara, que a la mañana siguiente me indicaría
el camino del pueblo.
- ¿Y tú?
- Yo trabajaré. Ya he
descansado demasiado.
Me acosté. Me dolía todo. Me
dormí oyendo el sonido del lápiz sobre el papel.
Por la mañana, cuando me
desperté, él continuaba escribiendo. Cuando me vio, se levantó. No me permitió
que le ayudara a preparar el desayuno. Mientras él se ajetreaba en la cocina,
escudriñé los papeles. En ellos se narraban hechos históricos del futuro, cronológicamente
ordenados. Un libro de historia futura, en tono novelesco, con minuciosas
descripciones. Que si desaparecía el muro de Berlín y acababa la guerra fría,
que si había una guerra entre el Reino Unido y Argentina, y otra en el mismo
corazón de Europa, que si una enfermedad contagiosa se extendía por todo el mundo por transmisión sexual… “Demasiada
fantasía –pensé-. El eterno problema de la inverosimilitud”. Dejé de leer,
convencido de que un libro que intenta prever el futuro caduca pronto, y que el
futuro siempre sorprende.
Me dibujó un minucioso
plano para regresar al pueblo y me explicó cada detalle. Nos despedimos.
Al fresco de la mañana, con el incipiente sol iluminando
el verdor de los árboles, oliendo a pino, comido, descansado, partí hacía el
pueblo. A medio camino encontré la señal que me había traicionado. La giré en
la posición correcta. Al cabo de un par de horas llegaba al hostal.
Han pasado veinte años. He regresado
con frecuencia a esas montañas, he buscado la casa de madera y su habitante. Pero
ha sido inútil.
Lástima que me deshice del
plano.
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