Nochebuena. En el punto de máxima euforia, mientras los que componemos la família hacemos chocar las copas de cava, pienso en el pasado. Evoco esa mesa con la presencia de mis abuelos, ahora ausentes, y con las ausencias de mis sobrinos, hoy los principales protagonistas. No han podido conocerse entre ellos. Pienso también en el futuro, imagino mi destino y el de los presentes cuando pasen veinte, cincuenta, ciento quince años. Imagino las sucesivas desapariciones, quién sabe en qué orden, el envejecer de los ahora niños, la sustitución por nuevas criaturas… El ciclo de la vida. La imagen de nuestras tumbas degradadas por los años se me hace insoportable. Fuera, en la gélida calle, llueve sin fuerza pero con obstinación; todo invita a la ebriedad cálida de la mesa. Ahora mismo llueve sobre las tumbas de mis abuelos, poquísimas veces les recuerdo, sombras fugaces, sutiles, que el presente se afana en expulsar; pero también llueve sobre las tumbas de sus padres y de sus abuelos, a los que nadie recuerda. Igual que las gotas repetidas de lluvia, las horas borrarán la huella de quienes un día fuimos. Me traiciona una lágrima. Mi esposa se da cuenta y sonríe: la cree síntoma de felicidad. No puedo evitar la imagen de su tumba bajo la lluvia, olvidada por el mundo, en una noche de Navidad; mientras sus biznietos brindan ebrios por el futuro.
Traducció al castellà del contes d'Espiral, de Manuel Baixauli
Inciso
El hombre de cincuenta años camina por los rincones más ocultos de un bosque, a media mañana, meditando sobre la grisura de su existencia. De pronto encuentra una cabaña, construida con troncos de pino. Abre la puerta. Atada a un grueso pilar, hay una joven bellísima, medio desnuda, con un trapo que le tapa la boca.
-¿Qué haces aquí, hija? -pregunta el hombre mientras le quita la mordaza.
-¡Un pastor me tiene cautiva! -responde ella. Cada noche me trae bebida y comida. Y después...-la joven llora desconsolada-. Hasta que se agota y se duerme.
-¿Y tu...-pregunta el hombre, indignado-, no has intentado huir?
-Imposible. Lo he intentado todo. He esperado este momento cada día, que alguien me encontrara.
-¿Quieres decir que si yo no hubiera venido seguirías cautiva indefinidamente, sin poder denunciar las barbaridades de este salvaje?
La joven asiente, afligida.
El hombre mira al suelo, abstraído, con la mano en la barbilla. Alza los ojos y contempla con deleite el cuerpo de la joven, su cara, la abundante cabellera.
Al fin, a los cincuenta años, un episodio memorable.
Siesta
Agosto. Cuatro de la tarde. El muchacho lleva bajo el brazo una carpeta atestada de facturas, si las cobra, el diez por ciento será para él.
Este camino de las afueras donde, resoplando, encuentra la casa que busca, es un horno. Ve la puerta entreabierta; por respeto, da tres golpes con la aldaba. No acude nadie. Empuja la puerta, entra. Dentro, un viejo yace sobre un corroído sofá. Duerme como un tronco, lejos de todo. “Esto es vida”, piensa el muchacho mientras escudriña el amplio salón, desordenado, en penumbra. Una abertura deja entrever el patio soleado, con plantas, desde donde se cuela una escasa luz color miel. La temperatura es grata.
Solo rompe el silencio la respiración abismal del durmiente. “¡Cualquiera lo despierta!”, piensa el muchacho; y aún no ha decidido qué hacer, cuando una enorme hormiga, más voluminosa que una persona, se acerca desde la puerta del patio y lo acomete antes de que pueda reaccionar. A pesar de la fuerza y la celeridad del insecto, el muchacho resiste, desesperado. Pero no puede hacer nada, dos hormigas más de idéntico tamaño, comparecen para ayudar a la primera.
Angulosas extremidades se mueven, ágiles, sobre el cadáver magullado, embadurnado de sangre, con algún miembro escindido. Mientras dos hormigas cargan con él, la tercera se aproxima al anciano y se detiene, silente, junto a su cara.
“¡Quiere comerme los ojos!, piensa el viejo, y con un sobresalto levanta la cabeza de la almohada, abre los ojos como naranjas y regresa, jubiloso, a la realidad de la estancia. “Ninguna hormiga gigante” - dice-. "Ningún muchacho muerto”.
La casa está desierta, como siempre; desde fuera llega la voz remota, descolorida, de una moto. El anciano se levanta pesado, se dirige al baño, se lava obsesivamente la cara con agua fría. “He comido demasiado, -dice-. Las digestiones pesadas provocan pesadillas”.
Regresa al salón. Cuando se dispone a salir a la calle, le resbala un pie. No se la ha pegado gracias al pomo de la puerta. Retrocede, mira al suelo.
Ahogadas en un charco de sangre, un montón de facturas están desparramadas alrededor de una carpeta.
Dentro
No lo olvides: como todos, estás dentro de una caja. Tu caja. No la percibes, claro, todavía es desmesurada. Pero se reduce cada día, y cada hora, y cada minuto, y cada segundo. Se acerca muy despacio, o quizá súbitamente. Puedes intuirla, pero no la verás jamás. La verán los demás, cuando se ajuste -estando tu ausente- a la forma exacta de tu cuerpo.
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