Traducció al castellà del contes d'Espiral, de Manuel Baixauli

Siesta

Agosto. Cuatro de la tarde. El muchacho lleva bajo el brazo una carpeta atestada de facturas, si las cobra, el diez por ciento será para él.  
Este camino de las afueras donde, resoplando, encuentra la casa que busca, es un horno. Ve la puerta  entreabierta;  por respeto, da tres golpes con la aldaba. No acude nadie.  Empuja la puerta, entra. Dentro,  un viejo yace sobre un corroído sofá. Duerme como un tronco,  lejos de todo. “Esto es vida”, piensa el muchacho mientras escudriña el  amplio salón, desordenado, en penumbra. Una abertura deja entrever el patio soleado, con plantas, desde donde se cuela una escasa luz color miel. La temperatura  es grata. 
Solo rompe el silencio la respiración abismal del durmiente. “¡Cualquiera lo despierta!”, piensa el muchacho; y  aún no ha decidido qué hacer, cuando una enorme hormiga, más voluminosa que una persona, se acerca desde la puerta del patio y lo acomete antes de que pueda reaccionar. A pesar de la  fuerza y la celeridad del insecto, el muchacho resiste, desesperado.   Pero no puede hacer nada, dos hormigas más de idéntico tamaño, comparecen para ayudar a la primera.
Angulosas extremidades se mueven, ágiles, sobre el cadáver magullado, embadurnado de sangre, con algún miembro escindido. Mientras dos hormigas cargan con él, la tercera se aproxima al anciano y se detiene, silente, junto a su cara.
“¡Quiere comerme los ojos!, piensa el viejo, y con un sobresalto levanta la cabeza de la almohada, abre los ojos como naranjas y regresa, jubiloso, a la realidad de la estancia. “Ninguna hormiga gigante” - dice-. "Ningún muchacho muerto”. 
La casa está desierta, como siempre; desde fuera llega la voz remota, descolorida, de una moto. El anciano se levanta pesado, se dirige al baño, se lava obsesivamente la cara con agua fría. “He comido demasiado, -dice-. Las digestiones pesadas provocan pesadillas”.
Regresa al salón. Cuando se dispone a salir a la calle, le resbala un pie. No se la ha pegado gracias al pomo de la puerta. Retrocede, mira al suelo.
Ahogadas en un charco de sangre, un montón de facturas están desparramadas alrededor de una carpeta.

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núria ha dit...

1ª Versión

XVI. SIESTA


Son las cuatro de la tarde. Antoni Carbó lleva bajo el brazo una carpeta atestada de facturas que querría cobrar sin problemas, para embolsarse el diez por ciento que le corresponde. Éste es el trato, ofrecido por el tendero de los electrodomésticos y aceptado por él como única manera de ganarse un duro, ahora, en verano, ente un curso y el siguiente. A las cuatro es un horno el polvoriento camino de las afueras, donde Antoni, resoplando, encuentra la casa que busca. La puerta está entreabierta; él, por respeto, da tres golpes con la aldaba. No acude nadie. Carbó penetra en la casa. Dentro, la figura de un viejo yace sobre un corroído sofá. Duerme como un tronco, lejos de relojes. “Esto es vida”, piensa Antoni mientras escudriña el lugar, un salón amplio, desordenado, en penumbra. Una abertura deja entrever el patio soleado, con plantas, que hace posible la escasa luz color miel. La temperatura es grata. En medio del silencio, la respiración abismal del durmiente es pegajosa. “¡Cualquiera lo despierta!” dice Antoni; y cuando aún no se ha planteado una solución, una hormiga enorme, mayor que una persona, se presenta ante él y lo ataca, antes de que pueda reaccionar. A pesar de la extrema fuerza y celeridad del insecto, Antoni Carbó lucha desesperadamente para ofrecer resistencia. Pero no puede hacer nada: dos hormigas más de idéntica naturaleza comparecen para ayudar a la primera y el joven cobrador es atormentado hasta que encuentra la ya en estos momentos deseada, liberadora, muerte. Extremidades angulosas se mueven, ágiles, sobre el cadáver magullado, embadurnado de sangre, con algún miembro escindido. Mientras dos hormigas cargan con él, la tercera se aproxima, silente, al anciano, y se detiene junto a su cara. “¡Quiere comerme los ojos!, piensa el viejo, y con un sobresalto alza la testa de la almohada, abre los ojos como naranjas y regresa, jubiloso, a la realidad de la habitación. “Ha sido una pesadilla”, dice, “no hay hormigas gigantes, ni ningún joven hecho pedazos.” La casa está desierta, como siempre; desde fuera llega la voz remota, descolorida, de una moto. El anciano se levanta, se dirige al baño, se lava obsesivamente la cara con agua fría. “He comido demasiado”, dice, “las digestiones pesadas provocan sueños monstruosos.” Regresa al salón de la entrada; cuando se dispone a salir a la calle, un pie resbala peligrosamente. No se la ha pegado gracias al pomo de la puerta. Recula un poco, una multitud de facturas están desparramadas alrededor de una carpeta.